Somos gordas de cojones. Ya sé que es algo que salta a la vista, que se nos ve venir, pero quiero hacer hincapié en esto porque es algo que irremediablemente forma parte de nosotras, de quiénes somos, y está claro que deberíamos recordárnoslo todos los días de nuestra vida para tener bien presente que la realidad no es como la imaginamos en nuestras superfelices cabezas, y que cargamos, cada día, con un problema muy serio.
Levántate cada mañana y mírate al espejo. No importa lo que hayas soñado, ahora ya estás despierta, ya estás aquí, y estás gorda. Tócate, si te atreves. Palpa tu barriga, tus caderas. Siente tu volumen. Sé consciente de tu tamaño. Sabes que no es normal, que no es bueno. Que es, incluso, enfermizo. No disimules, que lo sabes. De nada te va a servir darle la espalda.
No te saltes el desayuno. Al fin y al cabo, es la comida más importante del día. Come, aunque no tengas ganas, aunque te dé asco, sigue comiendo. Que ahora viene lo más difícil: salir a la calle. ¿Qué te vas a poner hoy? ¿Unos vaqueros, ceñidos, que marquen la voluptuosidad de tus muslos? ¿O mejor un vestido, que cubra todo aquello que no debe ser notado? Sí, mucho mejor un vestido, más alegre, con estampados que estilicen, y acompáñalo de una chaqueta que disimule la deformidad de tus brazos.
No estás segura de para qué te maquillas, si para potenciar tus virtudes o para seguir escondiendo tus defectos. Te gusta marcar tus ojos, resaltar tus labios, disimular las manchas de tu piel. Crees que no puedes salir a la calle sin maquillarte, porque es algo que ya forma parte de ti. Es lo que esperan de ti, así que no puedes decepcionarles. Ante el último toque de rimmel cruza de nuevo esa pregunta por tu mente: ¿y hoy, para qué me maquillo hoy? Es mejor no pensar, que lo estropeas, simplemente termina lo que estás haciendo.
A duras penas sacas tiempo para el café de media mañana y te jode cuando lo pierdes pidiéndole al camarero que te cambie el sobre de azúcar por uno de sacarina. Si estás gorda, ¿qué más da? Una cucharada más de azúcar no se te va a notar. Total, si no te cuidas, si no te preocupas por tu salud, si has tirado la toalla, ¿para qué me pides sacarina, que tengo el bar a reventar?
Estás tan cansada que prefieres dar un rodeo al volver a casa para evitar una cuesta. Una calle empinada, precisamente hoy, podría cortarte la respiración. Y vienes cargada. Vienes del supermercado, donde has comprado comida, más comida, cajas y envases llenos de comida, y ninguno de ellos contiene lo que tú realmente deseas. Has fantaseado con salir a cenar con tus amigos y poder compartir con ellos tu plato favorito, has recordado su sabor, su olor, su textura, y casi te has atrevido a llamarlos. Se interpuso el miedo a que ya no se alegren de verte, a que te vean comiendo y solo sientan lástima por ti.
De vuelta a casa todo huele a cerrado, ni luz ni aire entran ya por las ventanas. Te desnudas, pero ya no te paras ante el espejo. Pasa de largo, ya estás cansada de realidades. Solo entra en la ducha, límpiate del día, sécate con la noche. Siéntate en el sofá. Respira hondo. “¿Cómo estás?”, dice un mensaje de Whatsapp. Bien, claro. Gracias por preguntar. Gracias por preocuparos por mí, por mi salud, por mi peso, por mis problemas, por mi falta de sentido común. Y ahora me preguntáis qué tal estoy. Bien. Yo siempre estoy bien.
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